El éxito de The Walking Dead no está siendo flor de un día. Su audiencia ha aguantado viento (competir contra el football y los Oscar, el parón de invierno) y marea (episodios soporíferos, la huída de sus showrunners) y en esta tercera temporada, lejos de calmarse el fenómeno, todavía se ha consolidado mejor. No solamente batió varios récords del cable estadounidense, también se alzó como la serie dramática con mejores datos entre el público joven (por el que pagan los anunciantes) desde la quinta de Anatomía de Grey en 2008-2009.
La ficción de por sí, sin embargo, no sigue un camino tan regular y triunfal. La crítica se puso de acuerdo en alabar el pulso de Glen Mazzara en esta nueva entrega, donde se presentó el mayor villano del cómic, el Gobernador interpretado por David Morrissey, y se situó al grupo de Rick en prisión. Él había cogido las riendas del proyecto de improviso durante el segundo año cuando un buen día Frank Darabont, que había desarrollado la serie para AMC, tuvo que abandonar al no llegar a un acuerdo con el canal. La única duda que había era si era mérito suyo o simplemente se adaptaba un tramo más interesante del cómic. En mi opinión (y resumiéndolo), nadie obligó a Darabont a escribir episodios tan y tan aburridos. (De cara al cuarto año, por cierto, volverá a haber una obsesión generalizada por ver si se notan los nuevos cambios, que Mazzara se ha largado y ha dejado paso a Scott Gimple.)
Esta tercera temporada, en general, ha ido a mejor y, si bien no ha seguido al pie de la letra los cómics, ha dado la impresión que iba donde debía, que era coherente con ella misma. Vamos, que las muertes estaban justificadas y murió quien tenía que morir y cuando tenía que hacerlo. Robert Kirkman, autor de la obra original, debe pasárselo pipa explorando vías alternativas a su relato.
Se logró la atmósfera del pueblo de Woodbury, falsamente idílico y que dejó respirar a la serie; satisficieron al público con varias escenas gore en cada episodio; dieron una buena presentación al Gobernador; resolvieron su presupuesto ajustado con recursos ágiles (el juego del gato y el ratón, de diez minutos entre el malo y una chica); y le dieron un viaje a Rick y los suyos, bajando a los infiernos y sorprendiendo al final.
Es por esto que me ha desconcertado la reacción que ha suscitado la season finale. Dentro de lo que cabe, The Walking Dead ha tenido un desenlace correcto. No explosivo, pero sí correcto. Hubo una escena para los lacrimales, sinceramente emotiva, un acto vil sin precedentes y asienta a Rick en un nuevo estado emocional (el único personaje realmente imprescindible). Y aquello que se le pudiera criticar es aquello que siempre ha fallado. Como los personajes (asunto para el que tengo un artículo preparado), por ejemplo, y la falta de ritmo en algunos tramos. Pero el público esperaba una traca final que coronara la temporada más regular y, paradójicamente, Mazzara no tenía planeado un gran golpe como Darabont, el señor que escribía episodios vacíos pero reservaba cartuchos muy potentes para los finales (Sophia y la concentración zombie del segundo año fueron dos puntazos).
En el fondo, que conste, da igual. El público ha demostrado durante tres años que los defectos le importan un rábano y que mientras despedacen algún cuerpo ellos estarán contentos. O puede que el truco sea hipnotizarles con la desesperanza de que un mundo mejor ya no es posible. Sea lo que sea, ellos seguirán aquí, enganchados al televisor y viéndola religiosamente cada domingo. Y por esto tocará seguir hablando de ella, aunque sea más fenómeno que buena.
Si la granja de Hershel no les ahuyentó, ya no sé qué lo hará.
2 comentarios:
La verdad es que desde que volvió del parón del midseason, el ritmo cayó en picado. Y en los episodios finales ha habido algunas cosas que no tienen sentido (y que no podemos decir para no hacer spoilers).
Falló algo de planificación, sí, pero igualmente estaba mejor que la segunda temporada, con menos gancho imposible.
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