La tómbola de las series

Ir a las tiendas o centros comerciales a por una serie de televisión es como ir a las tómbolas de las ferias, o pasearte por un mercadillo en Tailandia: los precios oscilan de la nada a lo abusivo, y suben y bajan con la misma facilidad que fluctúan las acciones en la bolsa. Se trata de una rifa que este año se expuso de forma más manifiesta gracias a la huelga de guionistas de Hollywood. Casi fue un atraco.

La cuestión es que cuando en otoño empezaron a llegar las ficciones de los Estados Unidos, tuvimos que abrir los ojos como platos al ver como el IPC había afectado severamente cada pack. Pero el problema iba más allá: no solamente se tuvo que lidiar con un precio inicial desorbitado, sino que además fue por un producto inferior, con menos episodios a causa de la revolución en la industria. Un ejemplo del desbarajuste fue la cuarta temporada de Perdidos, que pasó de los 22 episodios de la tercera a 14 y con un precio de alrededor de 50 euros. La estrategia, sin avisar especialmente al consumidor en ningún lugar de la carátula, fue lo más parecido a una estafa dentro de la legalidad. Que la ley no lo contemple como un delito, no significa que sea ético.

Luego, obviamente, transcurren los meses y los precios revientan. Todos los estrenos otoñales, antes de que llegue la primavera, ya han bajado alrededor de 10 euros. Y suben al precio inicial. Y bajan a mínimos increíbles. Pero que nadie sea engañado: esto no es la mano invisible de Adam Smith, sino la mala leche de los centros especializados.

El espectáculo, sin embargo, no acaba aquí. Además de la dinámica de los precios siempre está la sorpresiva oferta. ¿Para qué matarse en lanzar las buenas series a la venta cuando se puede sacar provecho de productos muertos y casi enterrados como El coche fantástico o McGyver? Así ahora nos podemos encontrar estos clásicos basuriles mezclados con El Equipo A, V, Bonanza y “cosas” como Tru Calling o Floricienta. Al final las estanterías de las tiendas ya parecen la típica caja de ropa interior de la década pasada en la que las abuelitas buscan unas bragas que les sirvan de faja.

La calidad, por otra parte, no hay manera que la pongan a la venta: Mad Men tuvo que esperar más de un año y lo hizo con unos resultados fabulosos, al lado de una desconocida y prescindible Último Aviso (Burn Notice). ¿Entonces por qué no hay manera que estrenen Rockefeller Plaza? Ni la abultada galería de premios de Tina Fey, ni el boom que supuso su parodia de Sarah Palin, ni la presencia de Alec Baldwin han motivado a las distribuidoras a apostar por ella, cuando debe haber una legión de vagos espectadores que esperan a poder verla en la tele en horarios potables. Lo mismo sucede con Daños y Perjuicios, con esa inmensa Glenn Close y que necesita de su edición en DVD para disfrutarse por lo que es: una película de 13 episodios. Pero, mientras que ninguna de estas series tiene ninguna fecha firme de lanzamiento, La casa de la pradera sí que la tiene. Qué criterio.