La musa en el palacio de las corrientes de aire

Era cuestión de tiempo que se filtraran los motivos por los que Mischa Barton ha sido ingresada a la fuerza en un centro psiquiátrico. El código por el que la internaron, el 5150, ya delataba por donde irían los tiros: efectivamente, representa un peligro para si misma. Y, sinceramente, no me extraña que se quiera suicidar.

Los motivos que han argüido fuentes cercanas a la actriz son que se encuentra en un espiral de drogadicción y alcoholismo fruto de los continuos fracasos laborales y también sentimentales, y que la muerte parecía el remedio inevitable a todos sus problemas. Lo confesaron al New York Star, después de que algunos amigos de Mischa llamaran a las policía porque temían por su vida. Sólo espero que ninguno de los responsables de la llamada sea alguno de los confidentes de la publicación. De ser así, un motivo más para añadir a la lista de desgracias.

Sin embargo, en todos los artículos que he leído acerca de Mischa he notado la ausencia de un elemento primordial sin el que no se puede informar de su estado psíquico y su deriva en el mundo de Hollywood: el propio papel de los medios de comunicación en la vida de la actriz. En todos los textos, no hay ni una pizca de autocrítica. Y desde que ella apareció en televisión como Marissa Cooper, que básicamente era una versión de lo que es ahora mismo (recordemos, por enésima vez, sus cafés con leche y vodka), no han parado de sacarle punta a cualquier de sus defectos o tropiezos.

Ya desde la primera temporada de The O.C. empezaron lanzando rumores acerca de posibles desórdenes alimenticios. Que si tiene unos brazos como palillos, que si se le marcan los huesos, que si es anoréxica... No obstante, lo peor del asunto es que, un par de meses después, le llovían los palos por el otro lado: entonces resultaba que tenía las piernas más celulíticas de la costa oeste, con círculos y flechas en las fotografías para remarcarlo. Aún hoy en día sigue el rito mediático.

Luego está, además, el talento para regodearse en los patinazos de la actriz. Por ejemplo, desde que la detuvieron por conducir con una tasa de alcohol superior a la permitida legalmente y encima con un poco de marihuana, no se cortaron en ponerle la etiqueta de alcohólica y drogadicta. Como si todos nuestros amigos que han dado positivo en los controles de alcoholemia hubieran tenido que ir a rehabilitación y los que se fumasen porros acabaran pinchándose la vena. Y desde que abandonó The O.C. para labrarse una carrera en el mundo del cine, no se han cortado a la hora de relatar los fracasos, de describir su halo de estrella mediocre en decadencia.

Lo único que querían, en el fondo, era que todo lo que presagiaban se cumpliera. La torturaron con sus comentarios destroyers acerca de su físico y ella acentuó sus cambios. La tildaron de alcohólica y tuvo que ingresar en una clínica de rehabilitación para convencer al juez de que no era así. No dieron cuatro duros por ella en el cine (y ya sé que es limitada, pero sólo diré que Renée Zellwegger tiene un Oscar) y ha fracasado. Y ahora, con sólo 23 años, ya dan su carrera por terminada, cuando la gente de su edad tan sólo la empieza.

Si los periodistas sensacionalistas y carroñeros querían una muñeca rota con la que jugar, ya la tienen. Pero que no señalen a Mischa con el dedo, que no ha sido ella la única responsable de terminar hecha añicos.

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El símil de la muñeca rota no significa que crea que Mischa Barton no pueda remontar su carrera. Si Britney Spears (y odio compararlas) salió fortalecida del centro con Womanizer bajo el brazo, puede que ella también aprenda alguna lección. Así que, para despedir el post de la musa de Crítico en Serie con una nota positiva, el tráiler de su última película, Homecoming, a cuya premiere no pudo asistir por sus problemas de salud. Tendrá sus limitaciones como actriz, pero verla como ex novia desequilibrada y obsesiva promete (y más si el blanco de su ira es Jessica Stroup del remake de Sensación de Vivir).

Y, en septiembre, The Beautiful Life.