Colmillos infalibles

Una temporada televisiva se supone que es una fracción de un relato que, además de formar parte de una historia aún mayor, por su parte también tiene un planteamiento, un nudo y un desenlace. Al menos así identificamos los tomos de las ficciones serializadas. Sin embargo, las exigencias de una cadena de televisión y las necesidades que tiene el relato no suelen ser las mismas y es por eso que cuesta tanto encontrar una temporada de más de veinte episodios donde no haya cierto efecto bucle y episodios de relleno.

The Vampire Diaries, de la que todo el mundo esperaba lo peor, por ser de la CW, por ir dirigida al público juvenil y por aprovecharse del tirón de Crepúsculo, debe ser el único culebrón que esta temporada ha saldado con éxito las obligaciones de su cadena. Quizá porque ha sabido exprimir las novelas en las que se basa o sencillamente porque su creador Kevin Williamson tenía las ideas muy claras, la revelación teen a nivel de público también se ha alzado en una de las más gratas sorpresas en general. A algunos la bruma del piloto les nubló el juicio, pero quien haya seguido con ella se habrá dado cuenta que estamos ante el mejor producto americano para adolescentes desde OC.

El primer indicio que apuntó maneras fue que nunca hubo dudas acerca de la entidad de la serie a nivel estético: no le tembló el pulso a la hora de elegir una fotografía lúgubre y tétrica, que a veces incluso se ha pasado con las sombras. Pero lo mejor ha sido observar la progresión de todos sus personajes y los arcos argumentales: pusieron como anzuelo el romance entre un vampiro y una humana, y una vez captaron nuestra atención nos abrieron un abanico de personajes que prácticamente abarca la totalidad del pueblo.

La muerte de uno de los secundarios en la primera mitad de temporada, por ejemplo, les sirvió como declaración de intenciones para alertarnos que aquí no habría concesiones y que la condición de fan-favorite no significaba nada. Ellos mismos lo reconocieron. Y tampoco utilizaron efectismos baratos para vendernos al vampiro malote: es un psicópata de la cabeza a los pies y cada vez que han jugado con la posibilidad de redimirlo se ha cargado al primero que le pasaba por delante e incluso ha arrancado un corazón ante nuestras narices. Que haya mucha masoquista por la vida que le quiera dar más humanidad de la que tiene es otra cosa, pero el juego vampiro bueno / vampiro malo no se encuentra en el triángulo amoroso.

Vampire Diaries, obviamente, también tiene sus fallos: el hermano de la protagonista, personaje inexistente en los libros, es terriblemente molesto, los flashbacks son horrendos (fruto del bajo presupuesto), y a Paul Wesley y Nina Dobrev les faltan unos cuantos hervores. Pero estas mismas carencias de los protagonistas demuestran lo infalible que llega a ser el producto: al igual que Mischa Barton y Ben McKenzie en OC, su relación no ha dejado de ser menos intensa y en esos 22 episodios no hubo ni un instante sobrante (por no hablar del primer gran acercamiento entre ellos, precioso y de alto voltaje).

¿Otros puntos fuertes? La visceral condición de corderito de la amiga rubia llamada Caroline, el gran hallazo de Katerina Graham (la nueva Shannen Doherty) para interpretar a la bruja novel, ese plantel de secundarios e invitados que van apareciendo a lo largo de la temporada (Matthew Davis, Melinda Clarke, Mia Kirshner y David Anders), y la infalibilidad de la season finale, con pseudocliffhanger y sablazo final.

Sí, sí... junto con Community y The Good Wife, esta ha sido la gran serie del año.