La reconquista del trono

Las series en HBO suelen tardar en arrancar (o por lo menos tardaban las de la vieja escuela, que True Blood es una excepción y es excepcional). Es lo que tiene querer construir series tan complejas, sutiles, con matices y además corales. Por lo tanto, por costumbre, sería fácil meter en el mismo saco a Juego de Tronos, la ambiciosa adaptación de la saga fantástica de Canción de Hielo y Fuego de George R.R. Martin. No creo que sea el caso. Diría, mejor dicho, que Juego de Tronos empezó directamente mal, sin alguien que supiera como dirigir tan temible empresa.

Se notaba en algunas salidas de tono de sus actores (por favor, alguien debería haberle parado los pies a Mark Addy, aka Robert Baratheon), en algunos diálogos que daban vergüenza ajena de tanto que se notaba que eran guías para orientarse en la serie y sobre todo en una dirección que ni tan siquiera permitía que lucieran los caballos. Con lo complicado que es rodar con ellos y el presupuesto que tenían, ¿por qué todo seguía pareciendo una serie sindicada a lo Xena la princesa guerrera sólo que más pretenciosa? Los decorados de Desembarco del Rey se notaban de cartón, los planos generales denotaban que estábamos en un set de rodaje recién preparado y el tratamiento de la luz era perfecto para que nada pareciera mínimamente natural. Por suerte, en algún punto encontró Juego de Tronos encontró el camino.

Esto, aunque no lo parezca, es un artículo para defender la serie. La intención no es hacerlo como si esta primera temporada recién terminada fuera la mejor de la historia mundial, pero sí como la serie que empezó con unos altibajos muy criticables y que consiguió terminar por todo lo alto. Los astros se alinearon (o sencillamente alguien finalmente tuvo una visión global de la obra) y todo cobró sentido. El director de fotografía dejó de utilizar las lámparas del comedor de su casa para iluminar los interiores, el manual de instrucciones supo encontrar en la teatralidad bien escrita una buena forma de poner a cada personaje en su sitio (el monólogo de Meñique ante las prostitutas, Tywin Lannister abriendo el ciervo) y supieron sustituir la grandilocuencia literal (la de las grandes superproducciones) por la metafórica. Pocas escenas más potentes ha habido aparte de los finales de episodio del tramo final de Game of Thrones. La última escena de todas, por cierto, ha tenido buen gusto y no ha decepcionado ni a la parroquia más fiel (una misión nada fácil, que hay gente que llevaba 15 años esperando ver eso hecho realidad).

Que tuviera unos inicios errantes, casi le da una dimensión aún más épica a un tramo final con tanta garra y que se atreve a ofrecer una season finale bastante anticlimática para así ahorrar a la segunda temporada el pequeño paso de transición. Saber reconducirse es una gran cualidad, sobre todo cuando los optimistas esperamos que dure siete temporadas en total (una por libro y esperemos que Martin los termine a tiempo) y con un poco de suerte tendrá el mismo recorrido que True Blood y atrapará aún más público en su segundo año. Vamos, que puede haber titubeado, pero también nos ha descubierto a Emilia Clarke, capaz de aguantar ella sola todo un arco argumental inconexo y mejorar el equivalente del libro. Qué mirada tiene Daenerys. Ahora sólo hace falta que el resto aguante el tipo la próxima temporada y quizá me apunto a hablar de ella con mayúsculas. De momento, quiera o no, prefiero contener un poco mi entusiasmo.

(Ya sabéis, chicos, que si queréis una opinión dialogada de la temporada con 'spoilers' está a vuestra disposición el segundo programa de 'Yo Disparé a J.R.')