Cuando se habla de Shonda Rhimes, se suele hacer énfasis en lo peor de todas sus series. No ayuda que, cada vez que saque una serie, irrite los oídos porque tienda a ser peor que la anterior. Pero, si echamos la vista atrás a 2005 sin prejuicios, cuando se estrenó durante el midseason de la temporada más prolífica de la historia de las networks, se puede intentar recordar también qué le hizo triunfar con Anatomía de Grey.
Fue criticada por desbancar a Urgencias como el serial médico de éxito de la televisión, pero sus intenciones eran otras y sus guiones funcionaban como un reloj suizo. Seguía la vida de unos doctores que pasaban guardias interminables en el hospital Seattle Grace y lograba todo lo que se proponía: emocionar y hacerlo con mano firme. A partir de los casos de Meredith, Izzie, Alex, George y Christina entendíamos mejor a los personajes y el mal trago de sus pacientes siempre se podía extrapolar de alguna forma a sus conflictos personales. Que fuera médica, coral y emocional y durante dos temporadas no fallara ni una vez, tenía su mérito. Era Shonda en estado de gracia.
Con los años, sin embargo, Anatomía de Grey fue perdiendo tacto. Algunos arcos jugaron a agotar al espectador (Izzie y el cheque), hubo claras incoherencias argumentales (Burke y la boda), perdieron el norte con Meredith (su renacimiento como depresiva sigue siendo un misterio para mí) y también se olvidaron de retroalimentar casos y doctores de forma tan efectiva. En lugar de esto, la creadora prefirió lanzarse al culebrón, a los tira y aflojas de los enamorados y los compañeros, seguramente creyendo estar avanzando y no rebajándose. Puede que no pasara a ser nefasta por ello (el cáncer de Izzie brindó algunos de los momentos más bonitos que se han visto en televisión), pero sí perdió ese toque que la permitía alzarse por encima de la media y llegar a ser, como en sus inicios, excelente.
También contribuía que, mientras que la mayoría de los médicos eran francamente insoportables, los personajes estuvieran muy bien escritos y Shonda sabía muy bien cómo manejarlos y cómo aprovechar al máximo el potencial de los actores. Eric Dane, por ejemplo, no puede ser peor actor e igualmente durante años ha sido todo un highlight de la serie; supo elevar a Callie y Arizona a protagonistas (aunque la cirujana pediátrica dejara los patines en el armario); y todos los históricos han tenido unos retratos bastante coherentes (con excepción de Mere, que tiene guasa). Otra cosa es que, a veces, matarías a Shonda por seguir vendiendo a Karev como el malote de gran corazón dentro del hospital, cuando en el pecho sólo tiene un hueco con telarañas y murciélagos, pero su arco es lógico.
No obstante, no todas las inclusiones al elenco han sido igual de prolíficas: Shonda perdió su toque y puede que parte de la culpa se deba a que olvidó el esquema inicial. Posiblemente, si Teddy hubiera pasado menos tiempo haciendo el ridículo entre Owen y Christina y hubiera trabajado mejor en sus casos, la repetición de cierta trama hubiera funcionado mejor. Lo mismo digo de Lexie: siempre rebotando de un personaje hacia el otro, sin tener personalidad aparte de la réplica. Y, mientras que Kepner posiblemente resultaría menos insoportable (que allí, al fin y al cabo, todos lo son), Avery quizá hubiera desarrollado una personalidad amable, si lo hubiéramos visto forjarse como cirujano y aprender a base de casos y no simplemente argumentando todo el día que es buen cirujano y que no tiene la culpa de venir de un linaje de grandes médicos.
A partir de aquí, spoilers del final de la octava temporada.
Por esta razón, cuando se anunció que alguien muy querido del elenco moriría, la noticia no pudo abrazarse con más ganas. Sobraban personajes y había mucho inútil donde elegir. Lo sorprendente, sólo en parte, es que se tratara de Lexie Grey. Ella era lo peor de Anatomía de Grey: un eterno secundario que jamás fue a ninguna parte y que durante un tiempo se especuló que podría sustituir a Ellen Pompeo como protagonista. Además, no deja de ser curioso que Chyler Leigh anunciara con bastante antelación a Shonda Rhimes que tenía previsto abandonar la serie, sobre todo porque la creadora no pudo planificarle una despedida más desesperada. Sólo así se puede describir el repentino (y cansino) arco con Sloane.
Y entre esta muerte tan poco emotiva, la falta de garra narrativa del episodio (¡que se había estrellado un avión!) y la ridícula realización (está claro que la serie no está preparada para tener trama fuera de los decorados del hospital), Anatomía de Grey no se pudo despedir más por la puerta trasera. Sobre todo porque, al mirar hacia adelante, sólo se vislumbran tramas que ya hemos visto antes y esa apagada de cerilla, tan dramática, en realidad no significó nada.
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