Para unos cuantos, el verano televisivo en Estados Unidos no empieza hasta que llega Big Brother. A diferencia de España, donde se suele emitir en invierno cuando el público está más pendiente de la televisión, la CBS siempre se lo ha reservado para los meses de julio, agosto y septiembre. Puede que su primera edición en 2000 levantara expectación por la fama que precedía al formato pero, después de estrenarse ante 21 millones de espectadores, fue cayendo hasta los 11 en la final. De aquí que jamás se le haya encontrado un hueco en invierno donde dedicarle tres horas semanales con la excepción de 2008, cuando se emitió una edición adicional en febrero debido a la huelga de guionistas de Hollywood.
El mayor problema de Big Brother fue que los norteamericanos, muy acostumbrados a competir, no entendieron el objetivo de un concurso supuestamente de convivencia donde se encerraba a un grupo de personas en una casa sin tener nada que hacer y donde el público acababa decidiendo quien era el inútil vencedor (el formato clásico que presentó al principio Mercedes Milá). Por esta razón, cuando volvió para su segunda edición, lo hizo con otra mecánica. Abandonó el sistema de nominaciones y el voto del público y lo cambió por el Head of Household, una competición cuyo ganador tenía el poder de nominar, y las votaciones las protagonizaban los propios concursantes. Vamos, que aprendió del formato rival, Survivor, que triunfó como la espuma y aún se considera el programa más influyente de la década pasada (la final de su primera temporada reunió a 52 millones de espectadores).
Esta condición de programa de segunda, que rápidamente asimiló, permitió que sus responsables se tomaran unas licencias que su competidor, Survivor, jamás podría asumir. Sobre todo porque Survivor se erigió en una competición inteligente y respetada, y Big Brother eligió el camino contrario. Se hizo la edición Project DNA (donde había una pareja de hermanos que no se conocían y unas gemelas que hacían creer que eran la misma persona), la temporada de los ex, la del saboteador y también alguna con un poder llamado Coup d’État. Pero lo más indigno de todo esto es que, curiosamente, muchas veces dichos giros se introducían con la única finalidad de ayudar a algún concursante en concreto, el que la productora Allison Grodner prefería. De aquí que Big Brother no sea un concurso respetable, ni respetado.
Por ejemplo, en la decimoprimera temporada apareció el Coup d’État cuando el héroe podía dar la vuelta al juego, en la decimotercera se reinstauró la premisa del juego por parejas para que dos fan-favorites pudieran salvarse y en la actual, la número 14, también han hecho de las suyas. El público ya esperaba que los antiguos concursantes que ejercían como mentores (la novedad de la edición) entraran en cierto punto en el juego, pero otra cosa es que sirviera de excusa improvisada para rescatar a un concursante en apuros y en el que había apostado mucho el programa, como quedaba bastante claro gracias al montaje.
Por esta razón, Big Brother US solamente puede aspirar a ser un guilty pleasure porque, al igual que hace la edición española, se inventa algunas normas según la marcha y así puede meter mano en el rumbo de la edición. Sin respeto hacia las bases del propio concurso y los espectadores, no se puede construir un buen concurso. Puede que funcione como programa y a veces permita que las ediciones sean más entretenidas, pero no permite que esté en la misma altura que otros realities. Y por esto me molesta especialmente que algunos lo metan en el mismo saco que Survivor, probablemente el mejor programa de la televisión.
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