No hay que confundir las series de casos con las series ‘profesionales’, por llamarlas de algún modo. Unas suelen abordar un objetivo concreto, ya sea resolver un asesinato, encontrar una cura para un enfermo o ganar una batalla legal, y las otras retratan el día a día de los miembros de alguna profesión. Se enmarcan dentro de esta categoría un clásico de la televisión americana como Homicide de David Simon, el drama policial Southland y ahora vuelven los bomberos con Chicago Fire.
Como ocurre con este subgénero, la voluntad de sus creadores es contar la historia de unos hombres cuya rutina laboral les desgasta poco a poco y afecta su carácter y también sus vidas privadas. Deben tomar decisiones al límite, se juegan la vida con cada salida y encima los demás dependen de su eficacia y de la suerte que tengan en ese preciso instante. De aquí que los bomberos propicien una serie de estas características. Puede que su reclamo no sea la resolución de una investigación pero debería tener componentes emotivos que la hicieran atractiva: el trabajo en equipo, la adrenalina de la acción, el riesgo diario y las víctimas directas e indirectas (las familias que sufren a diario, por ejemplo).
Como se nota a través de la introducción, este modelo de ficción me gusta, me interesa y creo que puede ser muy estimulante si se sabe tratar (a fin de cuentas Southland es uno de los mejores dramas de la TV, en mi opinión). Pero otra cosa es que crea que Chicago Fire puede acabar dentro de este grupo, el de las series ‘profesionales’ que consiguen transmitir algo más que disparos o incendios, sino el calor de los personajes a quienes sigue.
Mientras que está producida por Dick Wolf, autor de la franquicia Ley y Orden (cuya serie madre tenía un fuerte componente rutinario sobre todo en la vertiente policial), los creadores Michael Brandt y Derek Haas, sin experiencia en el medio, no parecen decididos a ensuciarse las manos como requiere la obra. La fotografía, por ejemplo, no se atreve a ser cruda y se queda en mediocre; la escena inicial, en la que muere un compañero, resulta muy simplona para las consecuencias que acarrea; y el cásting resulta muy artificial.
Taylor Kinney, para ser exactos, es una vergüenza de actor. Conocido por estar bueno en unos cuantos episodios de The Vampire Diaries y ser la pareja de Lady Gaga, no tiene nada que aportar aparte de unas abdominales bien definidas. El problema es que él y Jesse Spencer (House) son inicialmente los protagonistas, Kelly y Matthew, dos antiguos amigos que están enfrentados desde que murió accidentalmente uno de su equipo. Y en una serie de estas características, una serie que debería tener carácter, es un error garrafal priorizar unas abdominales por encima del talento. Demuestra las pocas ganas que tiene de ofrecer un producto digno, sobre todo porque hay muchos hombres atractivos y con buen cuerpo que pueden servir al papel con mayor eficiencia que Kinney, un intérprete lamentable.
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