Scandal renovó para una segunda temporada porque era de Shonda Rhimes, ABC quería mantener las buenas relaciones con ella y porque confiaban que, con un poquito de tiempo y el verano de por medio, el boca oreja haría que aprovechase mejor el espacio que deja tras de sí Anatomía de Grey cada jueves. No está siendo el caso, viendo las audiencias de la semana pasada en Estados Unidos (ojo con Meredith, que en la novena temporada aún mantiene el primer puesto entre los dramas). Pero lo que es más preocupante es comprobar que la creadora se ama demasiado a sí misma y no comprendió que esta fantasía erótica suya nunca tuvo unos cimientos sólidos.
Supuestamente, la ventaja de una primera temporada muy corta es que permite tocar unos cuantos palos y decidir con qué carta quieres jugar. Así puedes arrancar el siguiente año habiendo aprendido de los errores pasados, pues a veces no sabes qué va a funcionar y qué no hasta que no lo tienes en pantalla y ves las reacciones del público (mirad lo que hizo Parks and Recreation entre su temporada de presentación y la confirmación). Scandal, en cambio, comete unos cuantos fallos que demuestran que la señora Rhimes es incorregible y reafirma, otra vez, que los líos médicos del Seattle Grace fueron un golpe de suerte.
Por ejemplo, se tarda un minuto y medio en emplear el sobrenombre “líder del mundo libre” para referirse al Presidente de los Estados Unidos. A los seis minutos, ya se ha usado dos veces. Y la expresión “gladiators in a suit” aparece en la segunda mitad del episodio, sólo para repetirse pocos segundos después. No hay autocrítica. No es una broma autoconsciente para reírse de la línea más desafortunada del piloto. Es Shonda poniéndose guerrera y creyendo que es más ocurrente que Confucio.
Tampoco entiendo que, dejándonos con un (mal) cliffhanger la anterior temporada, abran el chiringuito con el Presidente y su mujer. A la responsable le queda demasiado grande toda la trama política y el tratamiento de la vida privada del mandatario. Sobre todo cuando se supone que ella escribe y ellos dicen cosas muy trascendentes y suena totalmente inverosímil. Sólo hace falta ver la escena de la familia presidencial recibiendo las noticias de si esperan niño o niña en una entrevista en primetime y la manipulación político-emocional de ella (Bellamy Young, además, cree estar fantástica). Una cosa es que el espectador se dé cuenta de lo fría y calculadora que es ella porque la vemos en más situaciones que delante de las cámaras y otra que sea tan poco sutil y el público ficticio no se dé cuenta.
Y, finalmente, respondieron al misterio que rodeaba cierto personaje con una explicación en principio poco satisfactoria pero que se supone que sólo es la punta del iceberg. Sin embargo, tuvieron siete episodios para dar color a todos los miembros del bufete de Olivia Pope, con lo que deberíamos implicarnos, y no ocurre. ¿Por qué? Pues porque de momento no hay ni un personaje que despierte cierto cariño. Sólo son seres testarudos, repelentes, sobrados y con complejos de superioridad que configuran un universo social apático. Y nada en Scandal es simpático. En especial Kerry Washington. Así que, como no hay ganas de mejorar, no hay redención posible.
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