Las cenizas del Laguna Negra

Existe la costumbre comúnmente aceptada de no criticar aquellas personas que ya no están entre nosotros para defenderse. Podría creerse que sólo se aplica a las personas, pero también hay quienes aplican esta tradición a la televisión. Sólo hizo falta ver las reacciones que despertó el final de Perdidos: hubo quien se metió con un final que no le satisfizo y también los había que preferían recordar los buenos tiempos en lugar de hacer énfasis en el declive. Y con el fin de El Internado podríamos aplicar el mismo cuento. Hacía unas cuantas temporadas que había dejado de ser esa droga adictiva que tanto sorprendió, pero no quita que supusiera un paso adelante para la ficción española. ¿O sí?

Siendo benévolos (y certeros), se puede hacer hincapié en la arriesgada propuesta que fue cuando llegó en 2007 al primetime de Antena 3. Era una serie de misterio con la vista puesta en un final y que se dejaba influenciar sin disimulo por la que entonces era la sensación de Estados Unidos (hablo de Perdidos, obviamente). Elegía, a diferencia de la mayoría de series españolas, aparcar como algo secundario la filosofía del chismorreo de vecindario y de los problemas de patio de colegio para centrarse en una conspiración de abasto desconocido. Tampoco escatimó a la hora de jugar con nosotros: los flashbacks, que tan de moda estaban, se integraron sin disimulo como una pieza más de la serie, los what-the-fucks estaban a la orden del día y el concepto de cliffhanger lo adoptaron como si fuera si propio hijo. Y en sus primeras temporadas les funcionó de maravilla. Había defectos muy visibles, pero el aura de misterio que rodeaba el Laguna Negra (y los golpes de tuerca constantes) hacían de El Internado un placer que, cuando terminaba la ración semanal, venía seguido de un automático síndrome de abstinencia.

Pero como suele ocurrir con las obras de misterio televisivas, llegó un punto en el que no supieron cómo avanzar. O, más que avanzar, no sabían como llenar los episodios de 70 minutos sin avanzar demasiado en la trama. Y nunca lo comprenderé. Tenían un enorme elenco de personajes y fueron incapaces de hacer que más de uno tridimensional (Iván era obvio pero también mínimamente profundo). Ni tan siquiera la afectada pero intensa interpretación de Natalia Millán podía disimular que su personaje, por ejemplo, no tenía sentido alguno (y sus líos amorosos aún menos). Y tampoco se puede pasar por alto la poca lógica que tuvo incorporar alumnos y profesores con poderes sobrenaturales cuando ya estaba tan avanzado el argumento (que desaparecieron cuando les convino, como ocurrió con el de Julia cuando murió Carolina), o que los fechas no encajan. Una cosa es aceptar que oficiales nazis se camuflaran en la sociedad española para seguir con sus maquiavélicos planes, pero con un poco de visión hubieran ambientado El Internado en los ochenta (tarea no muy difícil, ya que la mayoría de los personajes van con uniforme), cuando aún era un poco creíble que quedara algún alemán de la 2ª Guerra Mundial sin taca taca o directamente a dos metros bajo tierra.

El epílogo que ha representado esta última temporada, además, ha acentuado todas estas carencias y los buenos recuerdos, como el Laguna Negra, casi quedan reducidos a cenizas. Quizá relatando las aventuras en tiempo real y con menos episodios hubiera recordado esos viejos tiempos en los que realmente emocionaba aquello que les ocurría a los impotentes alumnos a medida que avanzaban en su retorcida gimcana. Pero como no quiero seguir criticando, mejor menciono las duchas y así acabamos todos con una (viciosa) sonrisa en la cara.